Es cierto, el amor mueve el mundo.

20 de junio de 2013

Afán

El afán de protagonismo odia a la discreción; especialmente cuando ésta, sin quererlo ni darse cuenta, consigue toda la atención reclamada por él. 

10 de junio de 2013

Geneniève

‘[…] Vivió en sus relaciones amorosas la misma hambre de conocimiento que enriquecía su vida con nuevos retos. Se había enamorado muchas veces. Desde niña acompañó a su abuelo de viaje por todo el mundo. Su primer amor fue Stavros, un músico griego amigo de Theodorakis. Mientras Hans hablaba de Mahler en la universidad, ella recorrió a besos el Egeo. Lloró al despedirse y, a pesar de las promesas de su enamorado de ir a Viena, Geneniève no quería marcharse de Atenas. Cuando Stavros fue a visitarla, a Geneniève se le había olvidado por completo la tierra de los dioses y lo héroes, y estaba enfrascada en un nuevo romance con un guionista de cine que preparaba una versión realista de la famosa emperatriz Sissi, una mujer que a Geneniève no le producía ninguna simpatía. […]

Su fugaz amor se apagó cuando finalizó el rodaje de la película. Después hubo un compañero de clase, un tenor de ópera mediocre –por eso le dejó Geneniève; no toleraba oírle destrozar a Mozart-, un campeón de tenis, un flautista de la Filarmónica de Viena y…La lista seguía. Geneniève vivía todos sus amores plenamente, también en el sentido sexual. Su natural despreocupación y las ideas feministas que asimiló en la universidad no dejaban lugar para falsos remordimientos morales. Disfrutaba sin complejos la libertad de su cuerpo. Sin embargo, Geneniève distaba mucho de seguir al pie de la letra las doctrinas que tantas compañeras suyas defendían ardientemente. Sí, ella también reivindicaba la igualdad de derechos frente al hombre, y necesitaba sentirse libre y autosuficiente. Pero no por ello rechazaba su feminidad, ni se comportaba con espíritu combativo con el sexo opuesto. Le gustaba saberse admirada, cuidar su figura, perfumarse, vestirse con esmero y sentir la suavidad de la seda sobre su piel. Y además seguía soñando con la llegada de su príncipe azul…

Geneniève era consciente de que estas ensoñaciones románticas y su necesidad de independencia no cuajaban. Y, en efecto, sus complicadas ansias de amor no llegaban a nada. Sus romances habían sido espejismos. Acaso- pensaba- el príncipe azul no existe más que en las novelas trasnochadas.
Decían que el amor era algo grandioso, algo sobrecogedor, que elevaba a los amantes por encima de la tierra…Y a Geneniève le apetecía andar por la vida con los pies muy pegados al suelo.
         Muchas veces se había llegado a imaginar que ese príncipe soñado estaba junto a ella sentado en un trono. Pero, invariablemente, al abrir los ojos la realidad la devolvía a la normalidad cotidiana, y se encontraba con que su príncipe había perdido su halo mágico y ella dejaba de ser princesa.

          Geneniève fue viendo que todas las caras de sus amantes iban pasando sin dejar huellas en el corazón. Quizá ternura, pero nada más.
          - Nunca me casaré- le decía a Hans-. Odio la rutina de la pareja. Creo que me
            sentiría fatal teniendo que amar a un hombre toda la eternidad. Es como si te
            cortasen las alas. Quiero ser como tú. No casarme nunca. ¿Has sido feliz así?
          Hans la miraba con una sonrisa pícara en los ojos.
          - No me mientas. Conozco cientos de tus aventuras y nunca te has comprometido
            con nadie.
          - Contigo he tenido bastante. ¿No te parece que vivimos bien?
        Y Geneniève pensaba que era verdad. Solos estaban perfectamente bien. Hans era su cómplice en asuntos amorosos. Divertido, observaba con tolerancia los devaneos amorosos de su revoltosa nieta. Vivían una existencia dichosa en torno a conciertos, amores, viajes y trabajo agradable. Geneniève, con veintidós años, se sentía feliz en la maravillosa compañía del hombre más atractivo del mundo: su abuelo.’ 
Carmen Torres (Leonora)