Pues así es. Por fin ocurrió esa cosa insignificante (ser
domingo) que me hizo tomar decisiones que debería haber tomado hace mucho
tiempo y que no tomé quizá porque confiaba en que Dios, el Karma o el tiempo pusieran
las cosas en su sitio sin tener que hacer absolutamente nada. En realidad, lo único
que estaba haciendo era escurrir el bulto (expresión que me encanta, por
cierto).
Por fin, tras unos días de análisis profundo, unas cuantas
noches sin dormir (que ya suman demasiadas, por cierto) y un derroche de
energía interior decidí deshacerme de esas ‘chinitas’ que llevaba en los
zapatos y que ya me estaban empezando a molestar demasiado.
Me hice una lista mental de ‘pequeñas cosas que joden’ y
pensé seriamente cómo cambiarlas dentro de la cruda realidad y las
posibilidades.
Opté por llevar el teléfono móvil en el bolso, en silencio,
todo el día. Se había convertido en una prolongación de mis dedos. Me creaba
demasiada ansiedad esa ‘necesidad’ de estar continuamente disponible para todo
el que quisiese. Pensándolo fríamente, si alguien quiere buscarme por algo
importante me localizará a cualquier precio y de cualquier modo. Aunque la
pregunta que definitivamente me hizo decidirme a tomar esa tonta decisión fue
la siguiente: ¿Realmente, si yo necesitase algo, la gente estaría igual de
disponible para mí que yo para ellos? No quise detenerme en pensar la
respuesta.
Así hice con muchas más cosas que me creaban ansiedad y
estrés de una forma o de otra. En parte, no hace falta ser un experto doctor
para saber que la ansiedad y el estrés causan problemas de sueño. Y que si no
descansas, no puedes rendir todo lo que esperas. Te conviertes en una especie
de espíritu que va por el mundo haciendo de forma mecánica todo lo que tiene
que hacer al cabo del día.
Lo más importante de todo esto, sin duda es que, al fin y al
cabo, la culpa de mi felicidad o infelicidad es toda mía.
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